Érase una vez un molinero que tenía tres
hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en
herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al
pequeño, un gato.
El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido.
–
Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para
hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué
puedo hacer yo con un simple gato?
El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo:
–
No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que
piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo
elegante y unas botas de mi talla, que yo me encargo de todo.
El
joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al cabo no era mucho y
el gato puso en marcha su plan. Como todo minino que se precie, era muy
hábil cazando y no le costó mucho esfuerzo atrapar un par de conejos que
metió en el saquito. El abrigo nuevo y las botas de terciopelo le
proporcionaban un porte distinguido, así que muy seguro de sí mismo se
dirigió al palacio real y consiguió ser recibido por el rey.
– Majestad, mi amo el Marqués de Carabás le envía estos conejos – mintió el gato.
– ¡Oh, muchas gracias! – respondió el monarca – Dile a tu dueño que le agradezco mucho este obsequio.
El
gato regresó a casa satisfecho y partir de entonces, cada semana acudió
al palacio a entregarle presentes al rey de parte del supuesto Marqués
de Carabás. Le llevaba un saco de patatas, unas suculentas perdices,
flores para embellecer los lujosos salones reales… El rey se sentía
halagado con tantas atenciones e intrigado por saber quién era ese
Marqués de Carabás que tantos regalos le enviaba mediante su espabilado
gato.
Un día, estando el gato con su amo en el bosque, vio que la carroza real pasaba por el camino que bordeaba el río.
– ¡Rápido, rápido! – le dijo el gato al joven – ¡Quítate la ropa, tírate al agua y finge que no sabes nadar y te estás ahogando!
El
hijo del molinero no entendía nada pero pensó que no tenía nada que
perder y se lanzó al río ¡El agua estaba helada! Mientras tanto, el
astuto gato escondió las prendas del chico y cuando la carroza estuvo lo
suficientemente cerca, comenzó a gritar.
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo el Marqués de Carabás no sabe nadar! ¡Ayúdenme!
El
rey mandó parar al cochero y sus criados rescataron al muchacho ¡Era lo
menos que podía hacer por ese hombre tan detallista que le había
colmado de regalos!
Cuando estuvo a salvo, el gato mintió de nuevo.
– ¡Sus ropas no están! ¡Con toda esta confusión han debido de robarlas unos ladrones!
–
No te preocupes – dijo el rey al gato – Le cubriremos con una manta
para que no pase frío y ahora mismo envío a mis criados a por ropa digna
de un caballero como él.
Dicho y
hecho. Los criados le trajeron elegantes prendas de seda y unos cómodos
zapatos de piel que al hijo del molinero le hicieron sentirse como un
verdadero señor. El gato, con voz pomposa, habló con seguridad una vez
más.
– Mi amo y
yo quisiéramos agradecerles todo lo que acaban de hacer por nosotros.
Por favor, vengan a conocer nuestras tierras y nuestro hogar.
–
Será un placer. Mi hija nos acompañará – afirmó el rey señalando a una
preciosa muchacha que asomaba su cabeza de rubia cabellera por la
ventana de la carroza.
El falso
Marqués de Carabás se giró para mirarla. Como era de esperar, se quedó
prendado de ella en cuanto la vio, clavando su mirada sobre sus bellos
ojos verdes. La joven, ruborizada, le correspondió con una dulce
sonrisa que mostraba unos dientes tan blancos como perlas marinas.
–
Si le parece bien, mi amo irá con ustedes en el carruaje. Mientras, yo
me adelantaré para comprobar que todo esté en orden en nuestras
propiedades.
El amo subió a la
carroza de manera obediente, dejándose llevar por la inventiva del gato.
Mientras, éste echó a correr y llegó a unas ricas y extensas tierras
que evidentemente no eran de su dueño, sino de un ogro que vivía en la
comarca. Por allí se encontró a unos cuantos campesinos que labraban la
tierra. Con cara seria y gesto autoritario les dijo:
–
Cuando veáis al rey tenéis que decirle que estos terrenos son del
Marqués de Carabás ¿entendido? A cambio os daré una recompensa.
Los
campesinos aceptaron y cuando pasó el rey por allí y les preguntó a
quién pertenecían esos campos tan bien cuidados, le dijeron que eran de
su buen amo el Marqués de Carabás.
El
gato, mientras tanto, ya había llegado al castillo. Tenía que conseguir
que el ogro desapareciera para que su amo pudiera quedarse como dueño y
señor de todo. Llamó a la puerta y se presentó como un viajero de paso
que venía a presentarle sus respetos. Se sorprendió de que, a pesar de
ser un ogro, tuviera un castillo tan elegante.
–
Señor ogro – le dijo el gato – Es conocido en todo el reino que usted
tiene poderes. Me han contado que posee la habilidad de convertirse en
lo que quiera.
– Has oído bien – contestó el gigante – Ahora verás de lo que soy capaz.
Y como por arte de magia, el ogro se convirtió en un león. El gato se hizo el sorprendido y aplaudió para halagarle.
–
¡Increíble! ¡Nunca había visto nada igual! Me pregunto si es capaz de
convertirse usted en un animal pequeño, por ejemplo, un ratoncito.
–
¿Acaso dudas de mis poderes? ¡Observa con atención! – Y el ogro,
orgulloso de mostrarle todo lo que podía hacer, se transformó en un
ratón.
¡Sí! ¡Lo había conseguido! El
ogro ya era una presa fácil para él. De un salto se abalanzó sobre el
animalillo y se lo zampó sin que al pobre le diera tiempo ni a
pestañear.
Como había planeado, ya no
había ogro y el castillo se había quedado sin dueño, así que cuando
llamaron a la puerta, el gato salió a recibir a su amo, al rey y a la
princesa.
– Sea
bienvenido a su casa, señor Marqués de Carabás. Es un honor para
nosotros tener aquí a su alteza y a su hermosa hija. Pasen al salón de
invitados. La cena está servida – exclamó solemnemente el gato al tiempo
que hacía una reverencia.
Todos
entraron y disfrutaron de una maravillosa velada a la luz de las velas.
Al término, el rey, impresionado por lo educado que era el Marqués de
Carabás y deslumbrado por todas sus riquezas y posesiones, dio su
consentimiento para que se casara con la princesa.
Y
así es como termina la historia del hijo del molinero, que alcanzó la
dicha más completa gracias a un simple pero ingenioso gato que en
herencia le dejó su padre.
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