En el mundo
de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de
pregonar que ella era la más veloz y se burlaba de ello ante la lentitud de la
tortuga.
- ¡Eh, tortuga,
no corras tanto que nunca vas a llegar a tu meta! Decía la liebre riéndose de
la tortuga.
Un día, a la
tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la liebre:
- Estoy
segura de poder ganarte una carrera.
- ¿A mí?
Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a
ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre,
muy engreída, aceptó la apuesta.
Así que
todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho señaló los
puntos de partida y de llegada, y sin más preámbulos comenzó la carrera en
medio de la incredulidad de los asistentes.
Astuta y muy
confiada en sí misma, la liebre dejó coger ventaja a la tortuga y se quedó
haciendo burla de ella. Luego, empezó a correr velozmente y sobrepasó a la
tortuga que caminaba despacio, pero sin parar. Sólo se detuvo a mitad del
camino ante un prado verde y frondoso, donde se dispuso a descansar antes de
concluir la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga siguió
caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.
Cuando la
liebre se despertó, vio con pavor que la tortuga se encontraba a una corta
distancia de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas,
pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la
liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse
jamás de los demás. También aprendió que el exceso de confianza es un obstáculo
para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor
que nadie.
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